HUGO RODRÍGUEZ ALCALÁ
EXTRAÑA VISITA
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Fue el regreso de toda la familia
al pueblo y a la casa de los tíos.
Después de tantos años, la visita
la hacíamos los muertos y los vivos.
A nadie este prodigio sorprendía.
No existía la muerte entre los míos,
porque o los muertos no se habían muerto,
o los vivos vivían otra vida;
o quizás, todos éramos espectros
volviendo a una soñada Villa Rica.
El pueblo era un milagro de hermosura:
había un resplendor sobre las casas
y una alegría y una paz profunda
en verdes patios de sombrosas parras.
¿Era un día domingo en primavera?
¿Era el pueblo de antaño u otro pueblo?
Imposible decirlo. Era y no era.
Su extraña maravilla era lo cierto.
Por un zaguán de cal reciente entramos.
Vimos la galería -enjalbegado
también con cal reciente- acogedora.
La parra y los rosales en el patio
resplandecían bajo luz dorada.
Todo estaba en su sitio como otrora.
El gran perro ladró un instante y luego
sumiso y manso meneó la cola.
Era el Pampa, mi amigo de otro tiempo.
Cantaban los canarios en sus jaulas.
En el aro de hierro el papagayo
las palabras de siempre mascullaba.
Nosotros, dando voces, avanzamos.
Mas nadie respondía a nuestras voces
sino los ecos que en las vastas salas
oscuramente repetían nombres.
¿Dónde estaban los tíos? Nos miraban
curiosos, sus retratos taciturnos,
desde un día de bodas muy lejanas,
y sus miradas eran de otro mundo.
¿Nadie estaba en la casa? No importaba.
Ya vendrían más tarde. Nos reunimos
en el patio, y sentados en los bancos
conversamos los padres y los hijos.
Y estábamos alegres porque estábamos
juntos allí, los muertos y los vivos
como si nunca hubiera habido muertes
ni aun la de aquellos que se habían ido
y dejado la ...
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