Marcel Proust
En busca del tiempo perdido II
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II
A la sombra de las muchachas en flor
Cuando en casa se trató de invitar a cenar por vez primera al señor de Norpois, mi
madre dijo que sentía mucho que el doctor Cottard estuviera de viaje, y que lamentaba
también haber abandonado todo trato con Swann, porque sin duda habría sido grato
para el ex embajador conocer a esas dos personas; a lo cual repuso mi padre que en
cualquier mesa haría siempre bien un convidado eminente, un sabio ilustre, como lo era
Cottard; pero que Swann, con aquella ostentación suya, con aquel modo de gritar a los
cuatro vientos los nombres de sus conocidos por insignificantes que fuesen, no pasaba
de ser un farolón vulgar, y le habría parecido indudablemente al marqués de Norpois
“hediondo”, como él solía decir. Y la tal respuesta de mi padre exige unas cuantas
palabras de explicación, porque habrá personas que se acuerden quizá de un Cottard
muy mediocre y de un Swann que en materias mundanas llevaba a una extrema
delicadeza la modestia y la discreción. En lo que a este último se refiere, lo ocurrido era
que aquel Swann, amigo viejo de mis padres, había añadido a sus personalidades de
“hijo de Swann” y de Swann socio del jockey otra nueva (que no iba a ser la última): la
personalidad de marido de Odette. Y adaptando a las humildes ambiciones de aquella
mujer la voluntad, el instinto y la destreza que siempre tuvo, se las ingenió para
labrarse, y muy por bajo de la antigua, una posición nueva adecuada a la compañera
que con él había de disfrutarla. De modo que parecía otro hombre. Como (a pesar de
seguir tratándose él solo con sus amigos particulares sin querer ...
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