Juan Arolas
Himno de la mañana
Al palacio del Sol de altas columnas
formadas de topacio luminoso,
llaman las leves Horas, sus alumnas,
que no conocen sueño ni reposo.
Son fugaces doncellas, cuya mano
vierte flor de placer o espinas malas,
hijas bellas del tiempo adusto y cano,
que les dio la inquietud de eternas alas.
Se visten de una nube trasparente
que a impulsos de los céfiros se muda,
desatan sus cabellos largamente
sobre la espalda nítida y desnuda.
De gotas de rocío coronadas
y bebiendo en las auras ambrosía,
con resplandor de tibias alboradas
dan a la noche fin y abren el día.
Acarician con mano de azucena
del claro luminar a los bridones,
que al halago sacuden su melena,
ganosos de cruzar altas regiones.
Cuadrúpedos alados! Se alimentan
de una luz eternal, pura y radiante,
y respiran calor y fuego alientan
cuando tascan el freno de diamante.
Ellas su genio activo distrayendo
con astuto cariño, los detienen,
y al carro de rubí los van unciendo,
mientras con las caricias se entretienen.
Pero al ceñir el sol por las mañanas
los rayos que jamás se debilitan,
y al empuñar las riendas soberanas,
ellos su raudo curso precipitan.
Agitando sus remos voladores,
con la cerviz gallarda y altanera,
se explayan por espacios superiores,
mas el astro sus ímpetus modera
con maestría docta y arte suma,
no sea que abandonen su camino,
y el mundo miserable se consuma
con un incendio horrendo y repentino.
Las horas junto al eje van formando
un círculo de Sílfides hermosas,
siguen una en pos de otra, desatando,
sobre el zafir del cielo pie de rosas.
Y el mundo que era vasta sepultura
sin voz, sin alegría y sin encanto,
deja sombras de duelo y de tristura,
y viste de la luz el regio manto.
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