Juan Arolas
La Mancha del Turbante
Leyenda Árabe
I
Damasco es el olor del paraíso,
bosque de minaretes elevados,
y con bordes de rosa y de narciso
laberinto de huertos encantados.
Ciudad que alza sus torres eternales
de adornos arabescos incrustadas,
con hermosas ventanas ojivales
y columnas de pórfido delgadas:
Que se lava en mil fuentes de agua fría
que en claros surtidores toman brillo,
cuyos muros en bella simetría
reviste mármol negro y amarillo.
Ciudad de río, azul, cuyos cristales
fecundando su mágica llanura
corren en siete brazos o canales
a derramar la vida y la frescura.
Y es el perdido Edén de claro cielo
con lagos que lo imitan y reflejan,
placer de los que pisan su almo suelo
suspiro de los tristes que se alejan.
Reposo encantador de caravanas
que vienen con el índico tesoro,
delicia de las tardes y mañanas,
tierra toda de flor y cielo de oro.
Flores mil tiene Damasco,
mas la flor más bella y rara
reposa sobre un diván
muellemente recostada.
Flor que es hija de El-Biré
con el nombre de Abdelazia,
cuya singular belleza
tanto pregonó la fama,
que el árabe perseguido,
que huye de enemigas lanzas,
por respirar sus aromas,
a su puerta el corcel para.
Bajo bóvedas moriscas
con molduras que resaltan
salones que dejan ver
cedro y oro en abundancia,
y en sus ángulos las fuentes
con pájaros que se bañan,
de Persia y Bagdad tapices,
y marmóreas columnatas,
la virgen risueña y pura
profundos sonidos saca
de su cóncavo laúd,
que guarnecen concha y nácar.
Su padre la dejó sola,
por amores de la caza,
sola, bajo la tutela
de su nodriza Maravia.
A la puerta de El-Biré
cuando ya la noche avanza.
Pide albergue un infeliz
a quien viejo albornoz tapa.
Sus querellas son ...
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